“Todas estas palabras que escucho, todo este ruido de opiniones y datos y metáforas y recomendaciones y vivos de IG y la continuidad de las actividades en formato virtual, toda esta intensidad, ¿no es acaso pánico puro?”
Mariana Enriquez
En este tiempo de total incertidumbre que estamos atravesando, no tardaron en llegar -mejor dicho no tardaron en salir a la superficie, porque siempre estuvieron- ciertos discursos cargados de certezas frente a lo inasible. Desde una posición disfrazada de libertad, prescriben cualidades del ser: ser sujetos de la autoayuda, managers del alma, coachs, dueños de nosotros mismos, emprendedores. Pregonan lógicas de maximización, sin corte alguno, que incitan a ser capaces de más y más, aún cuando el exterior nos obliga necesariamente a parar. “Aprovechá, hacé yoga, comé sano, ordená, leé, sentí, mirá películas, etc”; está claro que el problema no está en hacer yoga o cualquier otra actividad, sino en el sentido imperativo en que se presenta. Estos tipos de sentido son los que inundan y ahogan toda posibilidad de interrogación. Si hay respuestas para todo, pareciera no haber lugar para preguntas ni para la angustia ante lo que acontece.
«Si hay respuestas para todo, pareciera no haber lugar para las preguntas ni para la angustia ante lo que acontece.»
Según Renata Silec[1]: “Una sociedad sin angustia sería un lugar peligroso en el que vivir”. La angustia es una de las modalidades por la cual nos relacionamos con el mundo y con los otros. Es un afecto inexorable que tenemos por vivir en sociedad. Esta relación no puede concebirse sin angustia: siempre va a surgir la pregunta sobre cómo somos para el otro y que estamos haciendo con lo que la sociedad espera de nosotros. Y los resultados, se sabe, no siempre están a la altura de las exigencias. Estos discursos meritocráticos rechazan la angustia para poder seguir produciendo. El sujeto inmerso en esta lógica neoliberal está enfermo de sentido, adormecido con la idea de que querer es poder: si no consigue lo que quiere es porque algo mal está haciendo o no lo está deseando lo suficiente. Un mundo sin angustia es un mundo más feliz en el sentido de Huxley, un mundo funcional a los discursos que formula el mercado.
El imperativo de la productividad pretende que la cosa funcione armónicamente, aturdiéndonos con la idea de que debemos vivir sin dolor; nos convierte en sujetos burocratizados, sumergidos en una direccionalidad que no admite cuestionamiento alguno. A partir de esto se busca edificar vidas cargadas de objetivos y metas, cuya contracara es la inhibición, la culpa y la depresión.
«El imperativo de la productividad pretende que la cosa funcione armónicamente, aturdiéndonos con la idea de que debemos vivir sin dolor; nos convierte en sujetos burocratizados, sumergidos en una direccionalidad que no admite cuestionamiento alguno.«
No es casualidad tampoco que este flagelo sea sometido a la exhibición, registrándolo en las redes sociales, empujándonos a la transparencia, borrando toda opacidad o fractura. Se nos llena de listas, consejos, manuales como si fuéramos un máquina optimizable que lo puede con todo. El discurso del “sí se puede”, que no pudo nada. Estás formulas -pre-freudianas- que pretenden sujetos de la voluntad y una universalidad del para todos no hacen más que rechazar la imposibilidad e ignorar la singularidad de cada quién.
Los imperativos de la época pretenden así erigir una moral universal, prescribiendo modos de vivir, indicando cómo y cuándo hacerlo. Pudiendo esto acarrear consecuencias negativas, incluso si esa moral es, como la ubica Alexandra Kohan[2], de diversidad, de tolerancia y libertad. Cuando la prescripción se erige sobre el disfrute y el “no pasarla mal”, estos imperativos se tornan voraces: se construye a un otro muy poderoso, dueño de la voluntad, negando así la falta que nos habita e ignorando que el sujeto no siempre está orientado por el bien que propagan.

La paradoja de estos discursos que suponen sujetos multitasking es su insistencia sobre el control absoluto de nosotros mismos, cuando el contexto actual nos demuestra que la cosa no funciona así, que la omnipotencia del Yo queda en un segundo plano cuando la realidad se comporta como límite explícito. Lo interesante es ver cómo una vez interrumpida la normalidad, el imperativo se replica puertas adentro, y las fórmulas vacías se siguen proclamando adaptadas al nuevo contexto. Esto perpetúa la idea de que todo tiene que “seguir normalmente” en el medio de una pandemia donde el futuro es más incierto que nunca; el mandato se torna insólito y nos empuja a repensarnos. Se tratará entonces no de suturar sentidos, sino de abrirlos. Lo contrario a la coagulación subjetiva será la incomodidad de una pregunta, habitarla como refugio frente a las tempestades de la época.
«La paradoja de estos discursos que suponen sujetos multitasking es que insisten en que tenemos un control absoluto sobre nosotros mismos, cuando el contexto actual nos demuestra que la cosa no funciona así.»
Si bien el contexto actual nos deja frente a la incertidumbre, y los discursos de época no hacen más que individualizar el malestar, las palabras de Marcelo Percia esbozan una posibilidad de estar en común: “estamos ante la oportunidad de una común demora, de una común detención, de una común angustia. De una común convicción de que esta normalidad no va más. Aunque no propongamos ninguna otra». Me gusta pensar en que elijo resguardarme en esa incomodidad, la que implica al otro, asumiendo y revisando mis contradicciones cada vez; y que mi cuerpo, en la distancia, se acerca a los demás a partir de la palabra, la lectura, la voz, y la escucha.
Ilustración de portada de Cesar Mejías.
[1] Salecl, Renata. Angustia. Ediciones Godot, 2018.
[2]Kohan, Alexandra. Psicoanálisis: una erotica contra natura. IndieLibros, 2019.
Un articulo muy interesante sin lugar a dudas. Ni hay formulas universales para soportar la ansiedad del encierro. Ni hay ilusion que la calme .
Soportar en dolor de la duda solo con el sopor pozo de la angustia que no resulve certezas solo interprla
Felicitaciones Zoe !! Abrazo
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