Nunca le había pegado tanto el porro, y el alcohol y el éxtasis y todo junto le daban una sensación de adormecimiento por fuera y de euforia por dentro. Después de varias horas de no saber adónde había venido a parar, le prestó atención a su postura. Notó que tenía curvada la espalda y flexionadas las piernas: un gusano tambaleante que no sabía hacia qué lado caer. Frente a él había un… ¿un sillón? Un sillón en medio de la calle ―porque él estaba en la calle, de eso no tenía (casi) ninguna duda―. No, cómo iba a ser un sillón en medio de la calle: ahora apenas distinguía un árbol con la base hundida para adentro, dos enormes raíces y pasto alrededor.
Pensó que andar solo en ese barrio y a semejante hora no era buena idea. Lo mejor sería volver. Pero se fue recostando contra el tronco, con los nudos de la corteza masajeándole el espinazo. Las baldosas húmedas olían como las macetas después de una tormenta. Alguna noción sobre la frescura de la noche le hizo entender que percibía la temperatura, y se tranquilizó al darse cuenta de que ni las piernas ni los brazos se le habían escapado del cuerpo, como él había fantaseado de tan puesto que estaba. La flojera lo vencía, y el corazón le golpeaba el pecho como si quisiera pasar al otro lado. Así también golpeaba el puto culo de la puta de Ariana contra la puerta, cogiendo de parada y pared de por medio, prácticamente delante de sus narices. Y los dos, ella y el hijo de mil putas del chongo ―un tipo que conoció ahí, en la joda―, seguirían a los gritos, intentando que el culo traspase la madera. Por eso él había salido a la calle, para no hacer un desastre. Hijos de puta.
La noche igual pintaba linda, tranquila. Oyó un motor: los faros del coche se enredaron ―fue apenas un instante― entre las ramas del árbol. Debería levantarme, se dijo, panza arriba, con la luz de los faros haciéndole apreciar mejor las hojas.
Pasó los dedos entre los pastos de la base del árbol, como quien le acaricia el pelo a alguien. Se preguntó, sin dejar de frotar suavemente, si los otros pelotudos se habrían dado cuenta de que él había salido. Qué se van a dar cuenta, se dijo entre la cólera y la parálisis, si están tan puestos como yo.
Dos patas peludas pasaron muy cerca de su cara, la trompa le dio pequeños besos fríos. Un perro, que resopló y se fue. Él lo miró con el rabillo del ojo mientras se alejaba. Y se dijo, volviendo a descansar la vista en el ramaje, que le hubiera gustado acariciarlo.
Esa rama está borrosa, es una mancha en el ojo. No, nabo: es el cartón de la pepa que te flota por la retina.
No recordaba haberse puesto una.
¿Tomó algo más?
Era de éxtasis la pastilla, ¿no?
El dedo no le respondía. El dedo se le quedó inmóvil y enredado entre los pastos. Quizás el cachete. Sí, el cachete le funcionaba: entre parpadeos, movimientos de la cara y lágrimas, fue bajando el cartón.
―¡Appplaudan dammmas y caballerrros, appplaudan carajooo!
Deberrría volver. Deberrría volverrrr, y las rrramas se movíannn.
Ya no percibía la temperatura. Al respirar, el oxígeno le inundaba los pulmones y el corazón le retumbaba igual que un parlante. Y, aun así, no podía moverse.
Recordó la joda, por ahí ya se habían dado cuenta de que él ya no estaba. O no les importa, o no pueden hacer gran cosa.
O, simplemente, la capacidad de hilar un puto pensamiento les duraba tan poco como a él.
Seguro Seba ya había sacado la guitarra y la estaba tocando con la mitad de la cara adormecida.
Puede verlos con el ojo de la frente. El resto canta o intenta cantar. Facu y Nico están abrazados, hombro con hombro, sin preguntarse dónde carajo está él. Pero qué se le va a hacer, si él es así.
Tampoco se preguntan dónde está la prima de Nico, Ariana, que aún no salió del cuarto y no lo hará en toda la noche.
Para qué carajo va a salir, si cuando él llegó a la joda, decidido a confesarle que espera cada año el cumpleaños de Nico sólo para verla a ella ―y que ya no quiere esperar tanto, y que la quiere conocer, oler, tocar―, se la encontró con ese chongo de mierda con el que después se encerró en la pieza. Y mientras él salía del baño, ya tambaleándose, oyó el golpe terrible contra la puerta y el gemido brutal y fuerte y seductor de Ariana: ese tipo la sujetaba por abajo, la lamía, la cogía sin parar. Y ella gozando como una perra a los gritos, y seguirán garchando como brutos toda la noche. Golpeando la puerta toda la noche como a él le golpea el corazón. Si se levantara y corriera podría calmarlo, podría sacar un poco de la bronca que lo hace palpitar. Pero no se puede mover, sólo ver las ramas y pensar en Ariana gimiendo, golpeando la puerta como su corazón, su pecho, hasta que colapsa y ya no golpea, no se mueve, no siente las piernas ni los brazos ni nada, y piensa no te quedes dormido no te quedes dormido no te quedes dormido.
Luis Emilio Norte es el autor del cuento.
Coordina el taller El Tintero.
Luna Zaballa es la editora de la nota.
Gracias por leer.
Todo nuestro contenido está hecho con muchísimo cariño y respeto.
Para volver al inicio hacé clic acá.
Podés aportar para que esta revista siga creciendo invitándonos un café.
Nos ayudás un montón siguiéndonos en redes.
No es otra revista.