En este 2020, que tal vez sea el año más apocalíptico del siglo para muchxs hasta ahora, tuve la oportunidad de trabajar de guía turística en París. Los planes fueron, por supuesto, suspendidos por la crisis sanitaria, pero durante varios meses viví de cerca ese impulso desenfrenado que tienen lxs turistas por ver todo en dos o tres días. Ver y hacer todo lo importante. Lo icónico. Lo que ya conocen por alguna foto, revista o serie. Basta con ver cualquier película no francesa filmada en París, videoclips, imágenes en Instagram o Pinterest para saber de qué hablo. O buscar en ese archivo oscuro pero infinito al que llamamos memoria. París se define en ese collage de imágenes: la Torre Eiffel, la Mona Lisa, las pirámides del Louvre, los croissants, los macarrones, las remeras rayadas, las boinas, el Palacio de Versalles, una cena en barco sobre el río Sena, el Arco de Triunfo, las luces de Navidad, los cafés emblemáticos. Si vemos Emily in Paris encontraremos todo tal cual lo imaginan lxs turistas antes de venir a París: cerca, accesible, al alcance de la mano. ¿Cuál es esa París que construyeron los medios? ¿A quién le pertenece?
Lo que más me divertía de mi trabajo era ver con los ojos de turista. Emocionarme tres veces al día al pasar junto a la torre de hierro, el impulso de sacarle una foto o querer comprar algún recuerdo (souvenir) sin utilidad. Mi mirada no se agotó, aunque sí me fui acostumbrando con el tiempo a ser parte del paisaje. A subir normalmente los cinco pisos por escalera caracol para llegar a casa, sin cuestionarlo. A ir con la baguette en la bolsa de tela. A ver desde el Sena la torre iluminarse cada noche. Nunca me dejó de emocionar, por suerte, pero sí lo empecé a concebir como algo natural, cotidiano. Así fue como después de mucho tiempo entendí la sorpresa de quienes veían la ciudad por primera vez y acompañé su emoción, intentando contarles historias y hacerles ver que París era aún más interesante que esas imágenes que habían visto y ahora querían reproducir.
¿Por qué somos tan gomas cuando viajamos? ¿Qué nos pasa con los lugares que nos son ajenos? ¿Por qué tendemos a comparar todo con lo propio o desilusionarnos cuando las cosas no son como las habíamos visto en la TV?
Sin embargo, París nunca era como la habían imaginado. ¡Qué lejos queda todo! me decían cuando les explicaba cuánto se tardaba en bus o metro para ir de un lugar al otro. Y yo pensaba para mis adentros cómo habían podido imaginar que Notre Dame y uno de los barrios más antiguos de París estarían junto a la Torre Eiffel, una mole construida a fines de siglo XIX como parte de una de las tantas exposiciones universales donde se montaban inmensos pabellones. No tiene ningún sentido pensar a la Torre Eiffel en un barrio construido durante el medioevo sobre un pantano.
¿Por qué somos tan gomas cuando viajamos? ¿Qué nos pasa con los lugares que nos son ajenos? ¿Por qué tendemos a comparar todo con lo propio o desilusionarnos cuando las cosas no son como las habíamos visto en la TV? Lxs turistas más tradicionales necesitan todo servido y que todo se adapte a sus tiempos de caminata y comidas: da lo mismo la historia, quieren todo YA. De eso trataba mi trabajo, de acercarles la ciudad y de simplificarla.
Como soy un poco rebelde nunca dejé de mostrar a París tal y como yo la veía, de recalcar que hay cosas que a lxs mortales que viajamos en bus se nos escapan de las manos. No tengo entradas para el Paris Fashion Show porque es con invitación exclusiva, si algunx de lxs que me están escuchando tiene, me avisa. Era un comentario que probablemente robé a otra guía, pero me gustaba mucho hacer en el tour. Claro que nadie tenía entradas y por eso se reían. Lxs que asisten a ese tipo de eventos super exclusivos no son las mismas personas que pagan 30 euros diarios para viajar en un bus destartalado, lleno de desconocidxs con Covid empujándose unxs a otrxs para sacar la mejor foto de la torre en movimiento, bancándose un larguísimo recorrido fijado de antemano y, con suerte, con una guía para contarles qué es lo que están viendo o fotografiando.
Emily, la protagonista de la nueva serie de Darren Starr (Sex and the City), sí tiene entradas para la semana de la moda. De hecho, gracias a ella, lo que podría haber sido un fracaso, es un éxito. Emily no toma el subte, camina incontables horas con tacos, viaja en taxi o en Uber. Si París fuese Manhattan, Emily probablemente se movería en limusina, como lxs jóvenes de Gossip Girl. No me malinterpreten, no odio las series de niñas y niños ricos, me divierten. Siempre fui fan de Gossip porque muestra Manhattan desde la perspectiva del Upper East Side y lo remarca constantemente. Somos conscientes de que los problemas de esxs jóvenes pasan por otro lado: drogas caras, padres y madres poco comprensivxs o directamente ausentes; estafas y pérdidas inmensas de dinero, problemas al enfrentarse a la ciudad por fuera de su barrio o estrato social, etc. En cambio, en Emily in Paris nos quieren hacer creer que ella es una chica como nosotras. Aunque sus problemas sean de lo más nimios, la serie intenta mostrarnos que le sale todo mal. Pero a pesar de que Emily es una gran villana, todo le sale bien.
Nuestra protagonista, la pobre chica estadounidense que no habla una palabra de francés, es una afortunada que puede ir a trabajar a París en unas condiciones completamente irreales. No tiene que hacer ni un solo trámite, ni buscar su propio departamento, abrir una cuenta en el banco u obtener un seguro médico. Ella llega y todo está servido. Pobre Emily, sola en París, tiene mala suerte porque su equipo de trabajo no la quiere, porque llega demasiado temprano a la oficina o porque tiene que tomarse un trago sola, ya que todavía no conoce a nadie. Pero Emily no tiene ni idea de lo que es ser extranjera en la verdadera París. Esta serie nos confunde: ser migrante no es solamente no hablar el idioma o perderse por las calles de la nueva ciudad.

Creo que este no es el tipo de protagonistas que necesitamos para divertirnos viendo una serie, porque no es el tipo de vida que podamos tener y, sobre todo, porque no es un modelo positivo para seguir. Personalmente, no quiero ver una serie donde la protagonista es una pésima amiga. En un momento donde la amistad es política, donde agarrarnos las manos para levantar una bandera es fundamental, Emily sale con el novio de la única francesa que es amable con ella. Mientras se hacen amigas y la relación de la pobre Camille en cuestión se desmorona, Emily, por alguna razón, es su única oreja; y oculta, no hace más que ocultar. Tal como pasaba en Sex and the City, donde Carrie (Sarah Jessica Parker) se la pasaba mintiendo a las amigas en vez de contar con ellas cuando verdaderamente lo necesitaba. Ah… La odiosa Carrie, que visitaba a su amiga con cuello ortopédico y dolorida, solamente para contarle sus propios problemas, que nunca eran demasiado relevantes. Para 2021 no queremos más esos modelos de amistad. No queremos más esas protagonistas.
Qué difícil encontrar un modelo de mujer en esta serie. Al comienzo, la jefa de Emily en Chicago se entera de que está embarazada y que no podrá aceptar el traslado a París. Como si su vida profesional terminara con la maternidad, ese trabajo para el cual estaba capacitada recae sorpresivamente en la joven e inexperta Emily. Esta hada que con su sonrisa y creatividad para postear sus miserias fashionistas de cada día en Instagram, acepta dejar su vida y a su novio en Chicago para volar a la ciudad de la moda. Allí, intenta aportar o imponer sin éxito su punto de vista “americano” para hacer las cosas de manera más efectiva frente a las formas tradicionales francesas. Estereotipos por doquier. Su nueva jefa, una mujer francesa de más de 50 años, es caracterizada como la amante elegante, malhumorada, exigente y descorazonada. La oscuridad (por no decir vejez) frente a la luz que aportará Emily a la compañía. Ouch.

Como si viajar a París fuera el sueño de toda chica, quienes hayan visto El diablo viste a la moda, recordarán a Emily (Emily Blunt); evitando comer para estar perfectamente desnutrida y así viajar a la semana de la moda en París. El meme dice que la única Emily a la que queremos ver en París es a Emily Blunt. Aprendemos a querer a su personaje porque lo vemos sufrir. La vemos con el corazón roto, desgarrado por un trabajo poco saludable, sin ayuda, sin amigas, con un sueño destruido por la escalera aspiracional que al trastabillar la hizo caer. Una carrera frustrada por la demanda y, a la larga, por sus reiterados intentos por ser la mejor. Aprendimos a quererla porque la vimos débil, porque nos mostraron la doble cara de dedicarle la vida al trabajo. Y porque podemos pensar que ser workaholic es una compulsión y, como tal, es poco sano. ¿Podemos pensar eso ahora, o simplemente queremos a la malvada Emily de esta película que ya tiene sus años porque resulta adorable al lado de la Emily del 2020?
¿Por qué Netflix distribuye esta serie en Latinoamérica? ¿Qué buscamos nosotras cuando le ponemos play? Por mi parte, además de divertirme, quisiera ver relaciones sanas, tener modelos sanos. Lo mismo con las parejas e incluso con la ciudad. Estas series generan ansiedad, nos dan un mundo servido que no existe, de ahí el síndrome. Si tenemos la suerte de poder enfrentarnos a esa realidad, ese mundo se desmorona. No somos Emily, no podemos caminar con esos tacos, tener ese trabajo, hacernos influencers en dos días, vivir a la vuelta del Panthéon. Ni como turistas ni como migrantes.
Buscamos la felicidad en lo ajeno sin necesidad de probar las experiencias de vida propias que pueden salir mal. Sí, el riesgo de intentar es que pueden en serio salir mal.
No tenemos por qué perseguir esas metas impuestas por las redes sociales y los medios. Las redes nos dan respuestas rápidas que nos calman un ratito, la vida en Instagram es sencilla y bonita. Y aunque se queje, Emily es vista como modelo. Queremos ser ella, después de devorar la serie en una tarde, ir a París y recrear sus poses para Instagram. ¿Queremos ser ella? Buscamos la felicidad en lo ajeno sin necesidad de probar las experiencias de vida propias que pueden salir mal. Sí, el riesgo de intentar es que pueden en serio salir mal. La ciudad perfecta está en la pantalla, la podemos tener en la palma de la mano y puede verse hermosa; allí, están los franceses románticos esperándonos en las terrazas con la Torre Eiffel de fondo. Pero no nos creamos el cuento, porque queremos más que eso.
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¡Gracias por la invitación! Nos seguimos leyendo.
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