“No es medida de salud estar bien-ajustado a una sociedad profundamente enferma”
Jiddu Krishnamurti
El concepto de “eco-ansiedad” está hace tiempo circulando en los medios de comunicación, lindando la idea de “nuevo trastorno” a pesar de no tener estatuto (todavía) en el último Manual Estadístico de los Trastornos Mentales (DSMV). En revistas y televisión se dice que la ecoansiedad es un terror crónico que sufren lxs jóvenes. Las movilizaciones impulsadas por las adolescencias del mundo ya no solo se comparan burlonamente con un fanatismo pop por Greta, sino que ahora se les atribuye a las personas que integran movimientos de lucha socioambiental una condición.
La Asociación Estadounidense de Psicología en un informe del 2017 (1) define la ecoansiedad como “el temor crónico de un cataclismo ambiental, estrés dado por observar los impactos aparentemente irrevocables del cambio climático, y preocuparse por el futuro de uno mismo, de los niños y las generaciones futuras».
No cabe ninguna duda de que la crisis climática y ambiental y la llamada salud mental se están entrecruzando en una complejidad creciente y masiva. Pero este entrecruzamiento, esta angustia por la mezcla entre incertidumbre y certezas terribles sobre el rumbo de nuestra especie, de las demás especies y de nuestro planeta, ¿es una patología? Sabemos que las clasificaciones de la psiquiatría son una construcción que cambia a través del tiempo, tanto por el “avance científico” como por las cuestiones de época. Escribo y suspendo por algunas líneas las palabras de la psicoanalista Alexandra Kohan: “Vivimos una época en que el sufrimiento o la angustia se patologizan constantemente”. Hoy cuando se habla de ansiedad se hace referencia a una respuesta exagerada ante lo que está pasando. La pregunta acá es: ¿constituye realmente una respuesta desproporcionada?
Hoy cuando se habla de ansiedad se hace referencia a una respuesta exagerada ante lo que está pasando. La pregunta acá es: ¿constituye realmente una respuesta desproporcionada?
Al parecer, la definición de la Asociación de Psicología Americana ejemplifica claramente cómo se ven las luchas ambientales desde quienes opinan tras un escritorio. Decir que los impactos del cambio climático son “aparentemente irrevocables” es, además de una mentira biofísica, una trampa. ¿Qué hay de “aparentemente irrevocable” en una pandemia? ¿Qué hay de “aparentemente irrevocable” en las vidas de los refugiados climáticos? ¿Qué hay de “aparentemente irrevocable” cuando estamos en vías de un colapso ecológico? Este discurso llama irrevocable a un cataclismo ambiental, negando el sufrimiento que ya se vive desde múltiples poblaciones en muchísimas territorialidades, y distorsionando la idea del cambio climático, como si fuese un apocalipsis que llegará algún día. No solo ridiculiza sufrimientos y trabajos científicos de décadas, sino que, como si fuera poco, agrega que los activistas se preocupan “por uno mismo y futuras generaciones”, cuando está clarísimo que quiénes pagan y pagarán más las consecuencias de esta crisis: los sectores más vulnerados de la población, forzados a vivir en territorios de sacrificio social y ambiental. Pensar que el modelo productivo no tiene que ver con esto no es ciencia, es una postura ideológica.
Las denuncias a las diferentes dimensiones del modelo productivo (los incendios que nos arrasan hoy día, los agrotóxicos, el consumismo, los desmontes y desplazamientos de comunidades, entre otras) que alteran y/o terminan con la vida de presentes y futuras generaciones y la (pre)ocupación de los lxs jóvenes por estos temas es leída como una patología porque no es funcional, porque cuestiona lo instituido, porque se desvía, y porque no es políticamente correcta. “En una sociedad normalizadora, el desvío es el nombre de lo vivo” escuché de una docente una vez. No es noticia que, en el mercado que habitamos, lo que se corre de la estadística es encerrado y se le inventa un nombre difícil.
La (pre)ocupación de los lxs jóvenes por estos temas es leída como una patología porque no es funcional, porque cuestiona lo instituido, porque se desvía, y porque no es políticamente correcta.
No sería sorpresa tampoco que dentro de un tiempo la “ecoansiedad” adquiera oficialmente estatuto de trastorno y, consecuentemente, sus respectivos psicofármacos. Esta respuesta redundante de parte del modelo productivo responde a la misma lógica subyacente de la lógica capitalista: desestimación de movimientos sociales e injusticias y silenciamiento de dolores y sufrimientos.
“Si etiquetamos a la ecoansiedad como una enfermedad, los negacionistas del cambio climático habrán ganado” dijo el octubre pasado el escritor Graham Lawton sobre la oleada de niñxs que se diagnosticaban con el “trastorno” en Inglaterra. El negacionismo climático tiene intereses determinados y, para ellxs, ni el planeta ni lxs jóvenes nos vamos a meter en su camino. Para “ganar”, el negacionismo nos necesita domesticadxs, nos necesita cediendo el poder de transformación y emancipador que la angustia nos habilita.
Existe y abunda la angustia en quienes viven hoy en primera línea los incendios y quemas intencionadas en las 14 provincias afectadas en Argentina, en quienes despiertan para ver las consecuencias de los agrotóxicos, en lxs especialistas que sentencian que «todo está muriendo», en lxs jóvenes a quienes se les dice que van a salvar el mundo. Mientras se continúa con el mismo modelo productivo y la palabra “transición” es promesa que ya parece vacía, existe angustia en las personas que plantan un árbol a pesar de todo, existe en las personas que se rehúsan a tener hijxs en este sistema, en activistas que se abrazan llorando luego de la promulgación de una ley en algún parlamento del mundo, en las comunidades que ven sus tierras desmontadas, en quienes se conectan a través de la pantalla debatiendo cómo seguir militando, en organizaciones populares que hacen huertas comunitarias, en quienes soñamos y construimos soberanía alimentaria, en apasionadxs (y angustiadxs) limpiando ríos, bosques y playas.
Hagamos lugar para que la angustia que generan las injusticias de estos modos de habitar nos convoquen a co-crear colectivamente otros, a transformar, a luchar, a resistir.
Hagamos lugar para hablar de empoderamientos populares, de economías alternativas, de resiliencia colectiva, de la angustia, del dolor, del sufrimiento, que trae y traerá cada vez más la crisis climática y ecológica. Hagamos lugar en la academia y en la calle para hablar de la desconexión con la naturaleza, del duelo del planeta como lo conocemos, de la incertidumbre que nos habita, del extractivismo generador de pandemias. Marcelo Percia nombra la angustia como una afección anticapitalista, como un pasaje que posibilita a que otra cosa sea, y agrega: “Se confunde angustia con ansiedad, tristeza, frustración, nostalgia, temor, consternación y se opta por calificar como sociedad, mercado, sistema, realidad, mundo, a lo que debería llamarse capitalismo.” Hagamos lugar para que la angustia que generan las injusticias de estos modos de habitar nos convoquen a co-crear colectivamente otros, a transformar, a luchar, a resistir. Permitir que la gran maquinaria capitalista, las farmacéuticas o los medios hegemónicos nos invaliden el querer y pensar la justicia ambiental y social es avalar sus sedantes, creernos el cuento de que por estar despiertxs y atentxs a la situación planetaria padecemos un trastorno o estamos exagerando.
Entonces, retomo el planteo de Kohan y a la par de la cita de Krishnamurti, pregunto y convoco: ¿qué es verdaderamente lo patológico?
Referencias:
- (1). American Psychological Association/ eco-America (2017). Mental health and our changing climate: impacts, implications, and guidance. Washington, DC: APA.