Hallazgo de analista

“Al comienzo de la experiencia analítica, recordémoslo, fue el amor…Es un comienzo cargado, un comienzo confuso. Es un comienzo no de formación. Enseguida llegaré al punto histórico en el que nace del encuentro entre un hombre y una mujer, Joseph Breuer y Anna O., en la observación inaugural de los Studen uber Hysterie, cuando nace lo que es ya el psicoanálisis…”

 “Opuse la última vez el héroe al hombre común y alguien se ofendió por ello. No los distingo como dos especies humanas – en cada uno de nosotros existe una vía trazada para un héroe y justamente la realiza como hombre común”

Ambas citas, de Jacques Lacan

Recuerdo mis días de estudiante en la Facultad. Recuerdo también la emoción con la que accedí por primera vez a la sede de la avenida Independencia. Soñaba que ahí estudiaría el arte Vienés del psicoanálisis y que me transformaría en lo que yo anhelaba, por contraposición a lo que el destino me reservaba en las calles enturbiadas con aguas servidas de las fábricas y los galpones de los talleres metalúrgicos de la ciudad de Avellaneda y de la aledaña Sarandí: el overol o a lo sumo el traje barato de oficinista y empujador de un emprendimiento paterno que al final se fue a pique en el ocaso de los ochentas, hiperinflación mediante y el definitivo cierre del ciclo del primer peronismo y sus derivados.

No es que la híper me ayudó a decidir, ya lo tenía decidido. Para mí de lo que se trataba era de leer. Siempre leí. Libros, historietas, diarios, todo lo que había escrito y estuviera a mi alcance –lo cual no era mucho, más bien poco– en mi casa, lo leía. Pero al final se me dio por leer a las personas. Una irremediable desconfianza por las buenas intenciones del prójimo me hacía parecer hipócrita, o al menos ingenua, toda aproximación al otro que no sea desde el encuentro genuino de los intereses mutuos y sus elecciones. No soportaba el exceso caramelizado de las preocupaciones exageradas por el bien del semejante, aunque cuando era niño eso lo manifestase con la máscara inexpresiva de un rechazo frío y distante. La religiosidad, en suma, era lo que no toleraba, y en mi casa abundaban ese tipo de actitudes religiosas. Yo fui a un colegio religioso, no era solamente en casa donde nadaba en un océano de amor al prójimo. Pero siempre me pareció falsa la actitud de envolver al otro en un bien por el que ese otro jamás había pedido ser asistido. Pero era cuando el dador se enojaba a raíz de que el agraciado no valoraba lo que se le brindaba con tanto amor y dedicación cuando toda esa falsedad quedaba expuesta a cielo abierto. Un amor y una dedicación por el que no había dicho “ni mú” para reclamarlo.

Se ve que por parte de mi padre (la religiosidad era materna) los efectos de la segunda guerra y la emigración habían sido suficiente evidencia para que esos velos se desgarraran al primer intento de colgarlos como telón de fondo de la escena de vivir.

Para sintetizar, yo leía, libros, revistas, diarios, y personas, pero el cursor de lectura que me orientaba en ese leer estaba determinado por una desconfianza que yo no alcanzaba a conceptuar, a expresar cabalmente, salvo por un racionalismo exacerbado que reemplazaba o intentaba compensar la imposibilidad de formular la simple argumentación de que todo ese bien dedicado era de una pesadez insostenible.

Para sintetizar, yo leía, libros, revistas, diarios, y personas, pero el cursor de lectura que me orientaba en ese leer estaba determinado por una desconfianza que yo no alcanzaba a conceptuar, a expresar cabalmente, salvo por un racionalismo exacerbado que reemplazaba o intentaba compensar la imposibilidad de formular la simple argumentación de que todo ese bien dedicado era de una pesadez insostenible. Ya, sin saberlo, estaba en el umbral de un descubrimiento que, años después, me abriría un lugar social posible. No era que yo estaba mal o había algo mal en mí, sino que las pretensiones totalitarias de la religiosidad me aplastaban como a un insecto. Y yo no quería ser un insecto.

EL DESCUBRIMIENTO DE FREUD

Mi encuentro con Freud lo fue a través de mi primer analista, una señora a la que me envió mi padre para que me ayude a “encauzar” en algo (acababa de salir de la colimba, muy perdido respecto de lo que quería hacer de mi vida). La mujer usaba anteojos grandes y ojos remarcadísimos con delineador. Era muy flaca y al menos me hizo creer que estaba interesada en escucharme. Me cobraba el “impuesto país” de aquella época ajustando el valor de las sesiones por inflación mes a mes –la recuerdo operando la calculadora para efectivizar el aumento–. Hablé con ella cuatro años. Para mí ese tiempo representó un gran descubrimiento, ya que como si erupcionara un volcán, comenzó a fluir desde mi cabeza todo lo que le sobraba, guardado, haciendo presión. Mis sueños brotaban como un magma hirviente, superloco en su transcurrir relatado, floridos, absurdos, ultracondensados, y no había semana en la que no llevara uno o dos a mis sesiones. Le estoy agradecido a esa señora, porque a través de ella tuve un verdadero encuentro con mi inconsciente y pude tomar contacto con esos fenómenos que Freud describía en sus libros, los cuales estaban a mi alcance, quiero decir, los podía leer, tales como “La interpretación de los sueños” y “Psicopatología de la vida cotidiana”. Mi primer analista representó, a su vez, mi primer amor al psicoanálisis, ese amor temprano, disruptivo, intenso y a la vez fugaz, como el de los adolescentes. Si bien estuve cuatro años, creo que lo mejor fueron los dos primeros, en los que además decidí que sería psicoanalista, que iría a estudiar a la UBA y que me iría a vivir solo lo antes posible, todo lo cual fue –salvo lo de irme a vivir solo– un mazazo en las aspiraciones paternas, quien me esperaba ingeniero, haciendo cosas importantes y varoniles. No lo juzgo. Los padres desean cosas para sus hijos, solo que nadie puede vivir en el deseo del otro de manera absoluta. Entonces, creo que mi primer “hallazgo de analista” tuvo que ver con el descubrimiento de mi deseo. Pero ese deseo aún vivía en el deseo de Freud, es decir, en el deseo de un analista. Yo tenía que alienarme en sus significantes para apropiarme de su orientación –que al fin y al cabo era también la mía– pero que no sabía conceptualizar. Este, entonces, fue mi primer analista y mi primer reencuentro hondo con mi infancia. Sabía que allí, en ese primer tiempo latente, yo ya había aprendido a “leer” sin las interferencias religiosas, y lo estaba recordando.

Los padres desean cosas para sus hijos, solo que nadie puede vivir en el deseo del otro de manera absoluta. Entonces, creo que mi primer “hallazgo de analista” tuvo que ver con el descubrimiento de mi deseo.

EL DESCUBRIMIENTO DE LACAN

Pasaron tres años como estudiante en la carrera de Psicología de la UBA, ya había hecho las materias lacanianas “del momento”, pero, aunque Lacan había llegado para darme la intuición de por dónde, para mí, debía seguir el psicoanálisis, todavía no me había encontrado con quien luego anudaría toda esa verba que sonaba como la caja de resonancia de una buena guitarra, haciendo sonidos precisos, brillantes, a veces elegantemente distorsionados, pero sin que yo pudiera siquiera aproximarme a tocar una cuerda.

Trabajaba para el Centro de estudiantes grabando y desgrabando las clases teóricas de algunas cátedras para su publicación –y ganarme unos pesos– hasta que un buen día me tocó ir el teórico de un señor que era el titular una cátedra nueva, optativa, con un título interesante: “Dispositivos clínicos en Psicoanálisis”. Este hombre se llamaba José Slimobich y decían que tenía facha de verdulero. Cuando apreté el botón “record” del grabadorcito con el que me ganaba la vida de estudiante, la música psicoanalítica ya no la escuché venir solo desde afuera, sino que comenzó a envolverme como si fuera mi cuerpo una caja de resonancia, y tuve la repentina sensación entusiasta de que la música salía de mí. Si con Lacan, Freud terminó de hacerse veraz, a través de José Slimobich ambos se hicieron tan internacionales como también miembros plenos de mi barrio y de mi ciudad. Por fin sentía que no estaba escuchando la lata del imperio bajando sobre mí como un ejército napoleónico, o una brigada prusiana. Por primera vez escuchaba el psicoanálisis como lo que es, un discurso sin centro, periférico respecto del campo puro de la representación, con el que se maneja el poder, porque solo la representación es reprimible. Escuchaba en él, frente a mí, a una idea en acto, vaciándome chistosamente los requechos religiosos de mi formación primeriza y básica, e invitándome a iniciar un nuevo recorrido de análisis por la ancha senda del objeto “nada”, allí, donde esa nueva música resonaba en mí y se me amplificaba con el volumen de un descubrimiento.

Por primera vez escuchaba el psicoanálisis como lo que es, un discurso sin centro, periférico respecto del campo puro de la representación, con el que se maneja el poder, porque solo la representación es reprimible.

Yo sabía, sin embargo, que era un redescubrimiento: otra vez, y esta vez decisiva, la lectura me invitaba a seguir.

René Magritte, esto sí es una idea
René Magritte. Les Mémoires d’un saint, 1960. The Menil Collection, Houston

LEER EN LA PALABRA

Con Slimobich me analicé 12 años, contados de corrido. Él viajaba muchas veces a Europa, lapsos en los que el análisis se interrumpía, en un sentido lineal de su significación, pero que jamás se interrumpía en otro sentido, real, de significación. Esa “nada” respecto de la que me orientaba quedaba bien afinada hasta su vuelta, en torno a la cual se adherían los resabios delirantes de una realidad pensada, sin cuerpo y sin alma. Se adherían allí, en sus bordes, como un objeto que se “adhiere” al horizonte de sucesos de un agujero negro, hasta volatilizarse allí, dentro de su poder gravitatorio, y desaparecer, convirtiéndose en información para “el otro lado”: la muerte también necesita de información, tal vez sobre cómo morir. ¿Consistirá el análisis en un saber morir mientras se construye un saber vivir, una singularidad, un objeto que es propio y, al mismo tiempo, socialmente compartido, tal como lo son las letras de la lengua, mientras se la habla, la “a” por ejemplo?

Lacan le puso esa letra al objeto del psicoanálisis, podría haberle puesto cualquier otra. Pero de esta forma señala algo que es singular y compartido socialmente a la vez, un objeto “socialmente íntimo” diría.

Finalmente, esa era la conclusión de mi análisis: volvía a leer, a las personas, sí, pero no como tales, sino al nivel del “soplo”, del verbo que hace de tales personas un espíritu atrapado. La “persona” –ahora lo veía– incluso podía resultar la cárcel de tal espíritu, para nada ajeno a lo que Freud ubica en “El Moisés…” cuando se refiere al progreso de la espiritualidad. Leer en la palabra implica recuperar las letras de esa corporeidad “socialmente íntima” mediada por el aliento del deseo, la singularidad espiritual de un cuerpo “compactado” por la lógica totalitaria y obscena del capitalismo, arrasado por el pretendido funcionamiento maquinal de órganos ensamblados, como en una cadena de montaje. 

“Hallar” un analista, más que una persona, es como ver aparecer en él a un OVNI, algo no identificado a partir de lo cual no se puede dejar de creer en eso, esperando reencontrarlo.

El psicoanálisis incorpora a la ciencia, en su modo de leer, un objeto que ya no es de la “naturaleza”, sino de la “realidad”, es decir, que no deja afuera a lo humano en esa paradójica ironía que resulta por ser una consecuencia (la ciencia) de su existencia (la humana). ¿A quién habríamos de adjudicarle sus ecuaciones, si no? ¿A Dios?

HALLAZGO DE ANALISTA

Para concluir, el encuentro con un analista es un encuentro amoroso, y probablemente lo que el psicoanálisis valida como “el pase” sea el testimonio de un amor cuyo objeto se comparte entre dos, pero como inatrapable. La abstinencia parte de ese reconocimiento inicial, que, en principio, solo el analista “conoce”, pero que luego será reconocido por ambos, incluso para el analista, otra vez, como una verdadera “nueva” confirmación. Obviamente, la formación es imprescindible para ejercer esa lectura y para “conocer” lo inatrapable de tal objeto, la tachadura que vacía al lugar del analista de toda pretensión ideológica dirigida a su analizante. El analista tiene una política (una forma de ser social), y el “hallazgo de analista” se produce como efecto de una intimidad socialmente compartida, que se respeta como tal porque su objeto no se confunde con el cuerpo del semejante. Esa es la disciplina analítica denominada “abstinencia” que permitió abrir este nuevo lazo, una conversación sobre el espíritu fuera del ideologismo o sistema puro de representaciones (filosofía). Es la renovación analítica lo que hace del objeto el descompletamiento, la resta que convierte al amor en algo esencialmente inexplicable. “Hallar” un analista, más que una persona, es como ver aparecer en él a un OVNI, algo no identificado a partir de lo cual no se puede dejar de creer en eso, esperando reencontrarlo. El amor a la verdad freudiana, vemos, implicaría la creencia en esas apariciones que hacen de lo “no identificado” un principio lógico de su devenir. Un “fuera de este mundo” que nos relaciona, paradójicamente, mucho más entrañablemente con éste. Ya lo dijimos: algo socialmente íntimo.

José Luis juresa 

Cofundador de EPC (Espacio Psicoanalítico Contemporáneo)

Codirector de “Psicoanálisis Zona franca: lectura libre de supuestos”

2 comentarios sobre “Hallazgo de analista

  1. Hermoso texto plagado de poetica. Las definiciones sobre ese hallazgo de analista, el psicoanalisis periferico a la representacion del poder, porque solo la representacion es reprimible, y el encuentro de un analista como OVNI, acontecimiento en el que solo se puede creer con un reencuentro, son.perlas amables y tambien precisas conceptualmente.
    Por esos dias de curiosidad expectante, en los que la experiencia viva en la facultad nos mecio y nos sacudio hacia una playa nueva. Y aun hoy, en el mar.
    Con cariño y agradecimiento
    Vivi y Cristian

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